martes, 12 de mayo de 2015

Alejandría la nuestra.

Alejandría la nuestra.



Era un laberinto de aromas aquel mercado. De mano de mi abuela reconocía el tilo, la canela, la manzanilla, la valeriana, el romero, el clavo, pero el olor que mejor reconocía y que se sobreponía con intensidad, era el de los libros. Los libros usados del Mercado Colón, su multitud de Archies, de novelas de vaqueros intercambiables… las letras tenían un olor especial, casi sagrado como aprendí a oler en los jazmines que mi abuela llevaba para el Santísimo del pueblo. Mi Santísimo se convirtió, de manera rápida e inapelable, en las portadas que iba viendo mientras recorría el laberinto: el indio con su lanza emplumada de fondo y una dama del oeste aterrorizada en primer plano, con sus bucles colgando y sus ojos desmesurados en el azul del escape; la nave espacial descendiendo sobre un cráter en cuyo fondo se erigían ruinas siderales de una civilización perdida… las letras olían a lejanía y a aventura, toda la aventura posible que mi tío Filadelfo guardaba en la casa del Barrio Morazán y que yo iba leyendo a paso de hormiga marabunta.


Era el mercado una biblioteca, “el mercado es una biblioteca” –me repetía cuando salíamos de ahí-  y sus libros fueron aumentando el espacio y quizá hubieran seguido en su expansión hasta ocupar todos los puestos y desbordar a la ciudad, en la misma forma que el cementerio de Saramago en Todos los nombres, si no hubiera llegado el incendio.
Ya sin mi abuela María y sus jazmines, aprendí a recorrer solo las diferentes ventas y fue en ellas donde encontré los libros de historia que eran vendidas por señoras que siempre estaban comiendo algo o regañando, avezadas en precios al ojo  y con su delantal pulcro rebosante de billetes de diferente denominación. 

El precio al ojo en la que eran expertas consistía en ver el tamaño del libro y el interés del comprador, de manera tal que fui aprendiendo a pasar indiferente ante las joyas que saltaban hacia mí pidiendo rescate, buscar bien dónde podían estar las mismas joyas pero en edición modesta y tamaño discreto. Hacer parecer de imitación la misma joya, entonces, y pedir rebaja. El mercado en su más esencial oficio de especulación, así como el pensamiento que no se escribe, así como lo escrito que no se publica, el juego del polvo en las manos, el mosaico de papel viejo que despertaba tanta vida interior a aquellos que no tenían a su alcance el dinero para ir a las librerías del centro de Tegucigalpa. Comayagüela era el centro del saber para los de bajísimo salario pero también para los avezados conocedores del tiempo y sus vericuetos, los profanadores de tumbas gramaticales, los arqueólogos de libros robados, revendidos, olvidados en pupitres de aulas, en banquetas de parques o jamás devueltos a sus dueños originales.


La noche del incendio me encontraba en casa del doctor Osly Vásquez, la misma casa desde la cual me tocaría ver la portentosa inundación que el huracán Mitch provocara en la ciudad. El mismo año y el mismo ángulo de visión. 1998 y un resplandor se movía en el piso del patio como agua amarilla que bulle de peces al rojo vivo. Fui a ver y al levantar la vista hacia el mercado el infierno ya estaba desatado. Enormes llamas subían hasta la altura de la virgen María Auxiliadora quien no daba su auxilio y estaba fascinada, aunque sin arpa, ante las llamas que lamían sus vestidos de bronce. El rugido era el de un horno gigantesco y el humo ya era otra noche, más profunda quizá, más inolvidable. En los techos de los negocios chinos que rodean el mercado se distinguían las siluetas de hombres que lanzaban cubetazos de agua casi como una ofrenda diminuta a un violento dios desencadenado. No había nada qué hacer: ni los santos cristianos ni los semidioses orientales llegaron a tiempo.


Yo olía la tinta de los miles de libros que se esfumaban, podía darle forma a las llamas y al humo, rogaba que los bomberos hubieran salvado los libros del sector sur del mercado. Toda Alejandría se arremolinaba en mis ojos porque lejos de los grandes textos laudatorios nuestra humilde Alejandría estaba siendo barrida de la historia y nadie lo contaría en epístolas urgentes ni en poemas fabulosos. Miles de volúmenes desaparecidos y la forma de las llamas eran los rostros de Solyenitzin, Arthur C. Clark, Aristóteles, Ramón Amaya Amador, John Dos Passos, Nietzsche, Hesse, Mariategui, pero los que más se distinguían eran los vaqueros e indios del viejo oeste, tratando de salir de las llamas, apretándose, abrazándose junto a los jazmines y el tilo, junto a las verduras calcinadas y las dedicatorias marchitas que se agitaban en pavesas por toda la ciudad.


No sé cuántas veces más se habrán quemado los mercados. Las palabras que tenía para recordarlo se hicieron carbones, y ya no dejan rastro.

Fabricio Estrada.

1 comentario:

Tom Rod dijo...

Evocativo escrito de una gran tragedia.