viernes, 16 de enero de 2015

¿Quién duerme en Los Laureles?



Aquí estoy, en la fábula sórdida de un aburrido cualquiera, viendo una vez más a Robert de Niro apuntarse a la sien con su dedo ensangrentado. El cenital va como una nube y recorre los cuartos de la masacre. Jodie Foster es tan bella y llorona y Nueva York está llena de carros de policía bastante pesados y metálicos, nada de fibra de vidrio, sólo latones brillantes a cuyo alrededor se aglomeran los vecinos del Bronx. No sé quién es la chica que Robert mira por el retrovisor al final de la película, ya héroe Robert pero ahora resulta que galán icónico de aquellos setentas magentas en que un taxista podía esquivar su destino de sicario anónimo de políticos y en un giro inesperado, pasar a eliminar a toda una banda de proxenetas.

Recuerdo a un taxista que me contó una historia, aquí en Tegus, mientras su ojo derecho giraba como el de un papagayo de juguete. Raptado por una banda de requinteros que deseaban pasar a psicópatas, les suplicó que no lo mataran pero los chicos querían probarse. Metió las manos y uno de los tiros le rozó el ojo derecho. Las otras balas sí que entraron y lo adormecieron en una supervivencia milagrosa que lo mantuvo fuera de la ruta por medio año. Hospitales y camastros entre tablas viejas de su casa. Esa fue la dirección que el coma le dio para que anduviera en sueños. Una vez que despertó se vio al espejo y su ojo no dejaba de girar. Era una brújula descontrolada que sólo apuntaba a una región de su cerebro. Ahí, en ese punto, una voz le urgía a buscar a los chicos divertidos que le metieron los tiros. Así que se prometió una terapia de acumulación de rencores y, cuando estuvo listo, fue tras ellos. Bien sabía que los chicos lo creían muerto y entonces, como fantasma estropeado les cayó encima junto a otros amigos convencidos de su rencor. Los llevaron a Los Laureles y ahí los fue crucificando a balazos. No exageraba. Primero un pie, luego el otro, la mano, luego la otra, la rodilla, luego la otra, hasta que les puso a todos la cruz de ceniza en la frente. Triste cuaresma para tres muchachitos que no entendieron cómo ese ojo se movía tan divertido en hombre tan serio y malhumorado.

Al terminar su historia ya habíamos llegado al centro. Le pregunté si había visto alguna película del tipo Taxi Driver. Me dijo que no, que era suficiente su taxi para vivir más películas que las que daban antes en el Centenario. Lo vi acelerar y doblar por la esquina de la Catedral, con su Datsun 210 casi cayendo a pedazos. Nueva York queda muy lejos, pensé, exactamente como ahora lo he pensado al cierre del casting, cuando las luces nocturnas van creando un collage onírico junto a la trompeta melancólica que Scorsesse decidió para el final de su sueño.

F.E.

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