martes, 4 de enero de 2011

Confortablemente entumecido - Alfonso Fajardo, El Salvador



Confortablemente Entumecido

Hay libros que los lees y libros que no, dentro de los primeros están aquellos de grandes poetas y escritores y los de los amigos; y dentro de los segundos están los que te regalan y los de malos poetas y escritores. Todos, sin embargo, comparten a veces el mismo lugar: un estante derruido por el óxido del tiempo, donde el polvo forma finas dunas de olvido. Todos, o casi todos, una vez leídos o despreciados, acaban en el estante, y son pocos los que pueden con el tiempo. No sé cómo, ni por qué, pero el libro “Alguien me ve llorar en un sueño” permanecía a la vista desde que ordené la librera, es decir, desde hacía unos cuatro años, mi desorden controlado y mi desdén nunca me permitió tomarlo y colocarlo en el lugar de sus colegas: en el lugar que guardan muchos de los entonces jóvenes poetas centroamericanos. Hay libros que los lees y libros que no, decía al principio, y el de Francisco se encuentra entre los primeros, por dos motivos: porque es de los amigos y porque es de los buenos. Sin embargo, el libro no permanecía a la vista porque fuera un libro de cabecera, no. Permanecía ahí por terco, porque se resistía, porque alguna fuerza extraña hacía que, entre documentos legales y poesía de muertos, recopilara un polvo que no era de olvido sino de complicidad y misticismo.

No recuerdo cuándo te conocí, Francisco, creo que fue en algún festival en el que bebí más de lo que leí, y desde ese entonces compartimos las primeras cervezas que, por un momento, hacen olvidar ese hediondo cáncer que es la soledad. Posteriormente visité Managua por dos motivos, uno de carácter laboral y, el más importante, por visitar a una muchacha que era como el agua: ¡qué manía la de los poetas de fundar amores lejanos! Para entonces yo ya empezaba a ser marginal por convicción propia. Me propusiste visitar a un gran poeta nicaragüense, muy laureado, y yo te dije que no, que su poesía no me movía ni me conmovía como lo sigue haciendo, por ejemplo, el gran Carlos Martínez Rivas. Preferí tu segunda propuesta, la de escuchar, junto a unos amigos tuyos, unas guitarras hermosas de unos hermanos franceses de cuyo nombre no recuerdo, en el Teatro Rubén Darío. No nos equivocamos, el sonido de esas guitarras, esa noche, pudieron más que los versos de cualquier poeta. 

Al anochecer nos encontramos con tus vecinos de edificio, bebimos hasta el amanecer y hablamos de todo, menos de poesía (ya lo habíamos hecho durante todo el día y era hora de desempalagarse), de ahí la dedicatoria de tu entonces primer y recién estrenado libro, que acabo de tomar del estante oxidado: “the wrong people with the right Ron” Pues no, Francisco, era “the right people with the right Ron”, eso lo aprendí posteriormente, cuando conscientemente empecé a sustraerme de los círculos literarios, más no de la poesía, por motivos profesionales pero, sobre todo, por ejercicio saludable, pues al final la poesía constituye un trabajo personal, solitario, silencioso, lejos de la fanfarria de los festivales, los congresos y los desencuentros. Esa madrugada me hospedaste en tu apartamento, ese que pensabas pagar con el premio internacional Ernesto Cardenal, y el día siguiente, con la resaca correspondiente, colocaste en tu PC, a la cual estaban conectados dos parlantes gigantes, ni más ni menos que Comfortably Numb, de Pink Floyd, esa canción que eriza el pelo y que seguramente fue construida pensando en Syd Barret. ¿Será Pink Floyd una constante en nuestra generación, poeta? No sé, pero algún poeta de nuestra generación ya me ha reclamado que cada vez que viene de visita a San Salvador, tengo a Pink Floyd en el estéreo del carro. ¿Será que nos sentimos atraídos hacia el lado oscuro de la luna? ¿Será que deseamos brillar como locos diamantes? Pues brillemos en la oscuridad, Francisco, vámonos a visitar a Alejandra Pizarnick, a Alfonsina Storni y a Sylvia Plath, yo te acompaño.

El tiempo, ese que se instala en los estantes para quedarse dormido, pasó como un gato negro y, como casi todos los amigos de carácter literario, perdí contacto con Francisco, de quien únicamente tenía noticias por medio de los constantes correos electrónicos donde se reflejaba su inagotable trabajo como gestor cultural. Francisco quería morir en un poema, y lo ha logrado. Ahora sé por qué “Alguien me ve llorar en un sueño” permanecía intacto, siempre a la vista en mi estante: porque tarde o temprano iba a brillar como un diamante, porque ahora habla cuando Francisco, y todos, estamos confortablemente entumecidos.

A.F.

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