jueves, 5 de marzo de 2009

Eugenio Montejo - Venezuela

LO NUESTRO

Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa
con el temblor del mundo,
el tiempo, no tu cuerpo.
Tu cuerpo estaba aquí, tendido al sol, soñando;
se despertó contigo una mañana
cuando quiso la tierra.
Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;
la luz llenándote los ojos, no los ojos;
acaso un árbol, un pájaro que mires,
lo demás es ajeno.
Cuanto la tierra presta aquí se queda,
es de la tierra.
Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende
–eso es lo nuestro.

Regreso
Un instante la silla ha regresado
a su lejano árbol
con sus verdes tatuajes ya secos.
Sus pájaros están dispersos, muertos,
y la manada del rugoso cuero
yace plegada bajo las tachuelas.
Ya no hay más que silencio nivelado
bajo la sombra de un follaje extinto
donde se curte todo su misterio.
Fiel a sus tablas, sólo da reposo
cuando de tarde la hemos recostado
a la pared, ahogando una memoria
de días que crecieron como un árbol
y la vida tronchó por cosa muerta,
claveteada con viejos pensamientos.


Salida
Seré un cadáver fácil de llevar
a través de los bosques y los mares;
en una carroza, en un blanco navío,
con lamento de corno o de fagot,
al monótono croar de los sapos…
Seré un cadáver inocente,
contemplativo inmóvil de mis restos,
aunque a pesar mío suene a réquiem
aquel llanto de sombra sin nadie
en los cascos del viejo caballo.
Seré un cadáver como ahora lo soy,
cavilador, absorto en lo sagrado,
pero liviano y fácil de llevar:
en una carroza, en un blanco navío,
con lamento de corno o de fagot,
al monótono croar de los sapos…


El inocente
A José Bento
Dios me movió los días uno tras otro,
dio vueltas con sus soles hasta paralizarme
como un gallo ante un círculo de tiza.
Me quedé inmóvil viendo girar el mundo
en esferas errantes y volátiles
aquí en mi cuerpo y afuera entre las cosas.
Cambió de casas la ciudad, de calles,
y entre las calles el rumor de las voces
como si cada ser no fuera sino ausencia.
Mudó mi rostro, el tiempo de mi rostro,
pero continué impávido en el centro
con el desamparo de una estatua
que ignora las grietas de sus piedras.
Jamás dí un paso,
nunca empujé mi vida hacia la muerte.
Fue Dios el que movió todos mis días,
la redondez de Dios que no da tregua.

No hay comentarios: