miércoles, 5 de noviembre de 2008

El movimiento de los chasis, cuento, F.E.®



A Oscar le encantaban los chasis. Pasaba horas a espaldas de todo cuanto lo rodeaba, indiferente, echado bajo sus sombras.
Nosotros, amigos de siempre, tratamos de encontrarle una explicación sensata a este delirio metálico, no era posible que uno salido de entre nosotros se comportara de manera tan excéntrica. Pero las constantes preguntas que le hacíamos respecto a su…bueno, respecto a su…su manía, no hacían más que reafirmar su silencio. Aparte de esto, su vida nos importaba un pepino, si coincidía en el grupo lo tolerabamos no más porque en esos momentos, talvez faltaba uno para iniciar la potra dominical o uno sobre el cual cayeran todo el arsenal de bromas que Lester se había aprendido durante la semana entera.
Al irse, nunca dejaba un vacío, su espacio era llenado de inmediato por Alberto, quien a base de finjirle comprensión y afecto, lograba de cuando en cuando arráncarle palabras que develaban en algo su gusto por los chasis. Fue por él que nos enteramos que se metía bajo ellos con el objeto de grabárselos mentalmente, para que en las noches, los sueños, le revelaran hasta en sus menores detalles ese mundo al revés del que era tan aficionado.
- Vieras que claros se miran cuando duermo – nos contaba Alberto imitando la voz de Oscar entre carcajadas y pataleos – estoy más que seguro que en sueños aprenderé a dibujarlos.
Y para sorpresa nuestra, aprendió a dibujar, él que nunca había mostrado el menor interés en el dibujo y peor por el dibujo técnico. Desde ese día, se hizo común verle rodeado de grandes cantidades de papel y grafito, reglas y una cantidad aún más enorme de misterio, hasta el punto que nos fue resultando interesante, con personalidad pero con una maldita forma de ocultarnos sus avanzados trabajos. ¿"Trabajos"? ¿Podíamos llamarlos así?
Una colección inmensa, una colección que le va a pisar los talones a los mismos proyectistas de Detroit, de Tokio, de Milan…tendrán que verla y vendrán a mi, un punto de referencia que será más que un granítico museo de lata y caucho…Aquí estoy, Oscar, las vértebras del futuro automovilístico”. Esa fue la euforía que contó Alberto, la promesa que Oscar le dijo sin apartar la mirada de sus propias manos.

A Oscar no le fue muy fácil encontrar la comodidad necesaria para cumplir su cometido, los espejos le fueron de mucha ayuda, pero pasado un tiempo, decidió prescindir de ellos debido a su acelerado aprendizaje en las cosas que debía obviar. Le bastaba una sola ojeada para comprender que los moldes no diferían mucho entre sí, que a pesar de los muchos modelos puestos a circulación, la esencia de la suspensión, de la caja, del eje de leva, era la misma, los patrones se repetían hasta el cansancio aún en los carros sin vida que esperaban la resurrección en los talleres.

Con la ropa grasienta y sus pasos dejando rastros de aceite por todos lados, nos convencimos que lo suyo iba a desembocar en que Don Marcos le diera trabajo de ayudante en su taller de mecánica, aunque para ello tendría que dejar en casa sus papeles, a menos que los utilizara para limpiar las herramientas o para ponerlos a disposición de los usuarios del baño.

Estas burlas no afectaban el ánimo de Oscar, a medida que se abstraía en sí, a varios años luz de nuestra rutina de potras y alelamientos televisivos, su técnica y ambición se tornaron perfectas: tuercas, series, amortiguadores, series, tuercas, todo el inframundo al cual descendía con la frente en alto, se plasmaba en la blancura del bond hasta en sus mínimos tornillos, aunque al salir de entre ellos, lo hiciera con una tristeza que tampoco alcanzabamos a comprender. Si era feliz haciendo las del genio que está a un paso del gran descubrimiento, ¿por qué entonces se le empezó a ver tan deprimido? Ni Alberto haciéndose el mártir, ni Don Marcos ofreciéndole por fin un empleo, pudieron sacarlo esta vez de su marasmo.

Nuestro antiguo rechazo empezó a debilitarse, y ya empezabamos a comentar su fabulosa destreza en los bocetos que el tiraba a la basura o al aire de las calles como quien espanta de su cabeza alocados pájaros blancos. Era increible admitir el cómo su apatía había conseguido crear aquello tan de revista: la manera de sombrear las vielas, los ángulos acotados con numeraciones que recordaban los capítulos y versículos bíblicos, cada cosa irradiando fines extraterrenos, sin embargo tan indescifrables para nosotros que nunca pudimos entender el por qué de ese big-bang constante.

Estaba bien como un pasatiempo –repetíamos- como un alarde, sí, como una debilidad común y corriente. Walter ya nos había sorprendido entrando al ejercito, Manuel se había casado antes de irse ilegal para el norte, pero Oscar… Aquellos ojos imperturbables y fijos en algún chasis fantasma no eran normales, parecía la mirada de un hombre enamorado de la última mujer sobre la tierra. Si tan solo hubiese sido un alarde.

Con los años, el impulso que nuestros padres nos enseñaron a identificar como vida, nos fue separando. Cada quien por su lado! –nos dijo- si no lo hacen los mato! Y así emprendimos la retirada, sumisos, creciendo y muriendo cada quien por su lado. Pero él nunca se fue, el óxido le iba a llegar hasta el cuello y nunca se iría, prefirió perfeccionar su inmovilidad a imagen y semejanza de sus chasis, sumergirse en la herrumbre de los días sin alejarse de lo que tanto amaba u odiaba.
La última vez que lo miré fue en el velorio de Alberto, un incomodo encuentro del que ambos quisimos huir. Sincerados por la muerte, iniciamos una conversación que a duras penas se sostenía hasta que me disparó a quemarropa la confesión que todos algún día apostamos que sucediera.
- Estoy cansado –me dijo.
- Deveras? Y de qué?
- De dibujar chasis inmoviles, cada día los mismos que serán mañana, desintegrándose, polvo al polvo. ¿Por qué no dibujarlos en movimiento, en el instante que vuelan sobre el pavimento y hacen que éste desarrolle su velocidad gris? De esta forma, alguna que otra línea se mostraría diferente ante mis dedos, lo vertical del cielo se acoplaría en el horizonte de mis papeles, las rectas elipsarían, la dilatación del metal se mostraría en su más pura forma, no habrían estrecheces, podría dibujar la perfección total con solo un pequeño instante que me fuera concedido. Valdría la pena intentarlo, ¿no lo crees así?

Mi sorpresa no pudo ser mayor, sin poder contestarle, me reí con descaro recordándole que ya debería ir tomando la vida en serio, que tal vez pudiera conseguise una beca, con todo ese conocimiento ya vas a ver que…
Su sonrisa desapareció. Sentí sus ojos estacionándose en mi con pulcritud, cuidadosos de no dejar escapar ni un tan solo detalle, rasgo por rasgo, era, una plataforma de ensamblaje que entre chispas de esmeriles me conducía con firmeza hacia la calle, a rodar, hacia sus bocetos tirados a la basura.
Doblegado por su silencio, mi voz escupió atolondradamente:
- Disculpame Oscar, tengo que irme, solo he venido por un par de días y mi familia me espera, vos sabes. Mañana salgo para San Pedro…bueno, adios.
Le di la mano. Oscar me la sostuvo por un breve instante.
- Esta bien, que tengas un buen viaje –dijo.
Y estas fueron las últimas palabras que le escuché decir, tristes palabras como fricciones gastadas.

A la mañana siguiente, un presentimiento inusual me estremeció los sentidos en el preciso instante que a lo lejos el angustioso frenar de un automóvil se desvanecía. Debí imaginarlo. Dicen que permaneció por más de dos horas al lado de la carretera, esperando; la señora que vende frutas en el lugar, asegura que lo escuchó repetirse a sí mismo: vendrá a por lo menos cincuenta kilómetros por hora, la luz del sol reflejará muy bien. Aflojaré las piernas, me lanzaré antes, cerca del cigueñal. Será una copia magnífica, la mejor.
Tuvo que ser una escena horrorosa el ver como papel, lápiz y cuerpo eran arrastrados, hasta dejarlos ahí, destrozados, rotundamente muertos sobre la línea central.

Paso días interminables recordando su fiebre. ¡Padre de todos los cielos! ¡Dibujar un chasis en movimiento, ubicar la vida, acotarla, mistificarla en un chasis en movimiento! En esos días la ansiedad se apodera de mi, doy vueltas y vueltas en las espirales de mis cigarrillos, me entran unas ganas terribles de sentarme a la orilla del bulevar más concurrido en la hora tope de circulación, para así observar a conciencia y a raz de asfalto, esa belleza, esa promesa de plenitud que nosotros nunca supimos entender. Pero hasta entonces razono: no importa, Oscar nunca prestó interés a lo que nosotros pensabamos de su búsqueda, además, Oscar, con seguridad, en cualquier lugar que se encuentre y allende de lo que nosotros recordemos, debe de estar lanzándose bajo todos los automóviles que se le atraviecen, convencido de que no pasarán muchas muertes sin que antes lo haya logrado.

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